El Tiempo Salamanca / Matacan

02 agosto 2005

ANARQUÍA MÍNIMA

La estética de la violencia, del héroe revolucionario, del bien intencionado que no halla otro medio de cambiar las cosas que por la lucha abierta, produjo una gran ola de atentados en buena parte de Europa, pero de modo especialmente eminente en Rusia y en España, al término de dos centurias atrás. El anarquismo del siglo XIX no tuvo más remedio que acudir a estas nociones para luchar contra sistemas extraordinariamente opresores e injustos. No son pocas las novelas que retratan a los anarquistas de aquella época. Los retratos más comunes son los que muestran un frío cálculo, que motiva el atentado, puesto al servicio del pueblo, entendiéndolo como una ejecución de un ejecutor, como es el caso de jueces que condenaban a muerte a compañeros anarquistas y a los que se dislocaba todo acuse de recibo; su justificación era que no hacían sino cumplir la ley, como si la ley fuera más sagrada que los hombres que las hacen; como si no hubiese obligación de rebelarse ante ciertas leyes; como si uno no tuviese autonomía moral y no fuera sino un títere en manos de otros. Sin embargo, los excesos revolucionarios, los ejecutores sanguinarios y la violencia fuera de control motivaron muchos rechazos, y una estética excesivamente violenta de lo que representó el otro tipo de anarquismo, el de la cultura, que parte de la base del romanticismo, genera las vanguardias y las asume, el anarquismo del cine de los años 40 y 50 o el anarquismo que recibieron los nihilistas rusos, por ejemplo, incluso por parte de quienes estaban de acuerdo en cambiar el estado de opresión por medio de la revolución.

No sólo fueron útiles los análisis de Marx y Engels al respecto sobre la evolución histórica, mito del progreso, por medio de revoluciones y violencia, método propio de la dialéctica hegeliana. Sin revoluciones, sin sangre, el Antiguo Régimen no hubiera cambiado caritativamente para compartir sus poderes con los burgueses. Como tampoco sin Ilustración. Sin sangre, los estados no se hubieran ido liberalizando. De igual modo, no hubiera sido posible la resistencia a Alemania sin el recuerdo del coraje en lucha militante de los príncipes del anarquismo: Bakunin y Kropotkin, así como los monarcas y nobles ilustrados que lucharon para cambiar un mundo en el que eran privilegiados, aunque minoría dentro de esa minoría.

El resultado fue el advenimiento de la sociedad del bienestar en la que pretendemos vivir casi todos, fundamentada a partir del acceso a la cultura en calidad de igualdad. Se descubrió que conceder era una manera de cambiar, como crear la de combatir. El anarquismo no sería necesario si la humanidad no necesitara instrumentos correctores del espíritu: (en la E. Media, Cristiandad, después Ilustración y ahora anarquismo). Hacer de los proletarios incipientes burgueses con derechos y grandes libertades evitó más derramamientos de sangre y propició una tranquilidad novedosa para los poderosos y ricos del siglo XX, y ese fue el cauce y la aportación del anarquismo cultural, tan necesario como la burguesía. En ocasiones, este anarquismo aparece residual e incluso inexistente, como un elemento de combate o de crítica, pero no creador de modelos, más destructivo que constructivo, en cuanto no creyente en modelo alguno basado en leyes estatales y sin embargo, hoy resulta más irrenunciable que nunca. La utopía es el proyecto mínimo al que todo ser humano debe optar. Esta es la verdadera definición de anarquismo del siglo XXI, todo ciudadano necesita este grado de ingenuidad individual, para el progreso colectivo.